domingo, 28 de abril de 2013

La historia como arma política

Durante siglos, la historia ha sido utilizada como arma (estrategia) política por ciertos grupos de poder para someter y dominar a una sociedad y descalificar a otros grupos antagónicos; por eso no tiene por qué sorprendernos que actualmente, tanto el Estado como la clase política dominante y sus dirigentes utilicen el discurso histórico, por un lado, para legitimar, justificar y reivindicar sus acciones y privilegios; y por el otro, seguir buscando la unidad y mantener a la sociedad con la percepción de que el camino en la que los guían es la correcta.

Los recientes y muy importantes sucesos que ocurren en nuestro entorno como consecuencia de la dinámica que la sociedad misma exige, nos ponen a reflexionar si estas acciones y decisiones de la clase política dominante, realmente sacarán a la nación que la mantiene en vilo y en inestabilidad, hacia un futuro que hasta ahora los ciudadanos lo vemos como incertidumbre o incluso con cierto grado de temor; lo cual explica la movilización y oposición de ciertos sectores de la sociedad para defender sus intereses ante políticas públicas que consideran nocivas y atentan —incluso— contra la dignidad humana.

Para ello, tanto grupos o individuos conservadores, liberales, radicales y anarquistas; manipulan, de distinta manera la verdad histórica en interés y para exaltación de su propia patria o autonomía política; como lo han hecho a lo largo de los años los individuos y los pueblos que recurrían al pasado para exorcizar el paso del tiempo sobre las creaciones humanas y para recordar los sucesos que construyeron la identidad de la tribu, el pueblo o la nación. Los primeros testimonios que los seres humanos dejaron a la posteridad son memorias del poder: genealogías de los gobernantes, monumentos que magnificaban reyes, o anales que consignaban la historia de la familia gobernante. Cumplían la doble tarea de legitimar el poder y de imponer a las generaciones venideras el culto ritualizado de esa memoria.[1]

Para los poderosos la reconstrucción del pasado ha sido un instrumento de dominación, para los oprimidos la recuperación del pasado fue la tabla afirmadora de su identidad, la fuerza afirmativa que mantuvo vivas sus aspiraciones de independencia y liberación. En otras palabras, la inquisición acerca del pasado antes que científica ha sido política. En este sentido, cuando dos o más interpretaciones del pasado chocan, se agudiza la sensibilidad de la conciencia histórica: grupos, clases, naciones e individuos particulares intentan sustentar y defender con mayor resolución sus raíces e intereses. Los protagonistas de esos momentos críticos redoblan entonces la búsqueda de testimonios para fortalecer los intereses propios y combatir los del contrario.[2] Lo cual explica que en todo tiempo y lugar, la recuperación del pasado, antes que científica, ha sido primordialmente política: una incorporación intencionada y selectiva del pasado lejano e inmediato, adecuada a los intereses del presente para juntos modelarlo y obrar sobre el porvenir.[3]

En la historiografía mexicana, obras como la Historia antigua de México de Clavijero, permitió que el uso del pasado dejara de ser monopolio de un solo grupo para convertirse en presa de todos los que disputaban el poder. A partir de este momento, se mantendrá la importancia del pasado en la legitimación del poder.[4] Mientras que Matute señala tajantemente que la historia es la lucha de la sociedad por la libertad; y en la historia oficial mexicana fue formulada a partir de la República restaurada y en México a través de los siglos encontró su mayor expresión.[5]

Asimismo, Matute realiza una revisión interpretativa de la concepción de la historia a través de los siglos en México y señala que el Estado mexicano ha sido el heredero legítimo de su larga historia, desde el hombre o mujer de Tepexpan hasta el día de ayer. Durante estos años, se ha ido con conformando la historia oficial[6] como creencia, más que como idea la historia mexicana. Frente a la historia oficial, de origen liberal, surgió una idea de la historia de corte conservador y hasta reaccionario, que menosprecia la herencia indígena, exalta al conquistador y subraya el elemento religioso como único civilizador posible, no reniega de la independencia, pero prefiere el moderantismo de Iturbide frente al arrojo de los insurgentes, insiste en el fracaso de la imitación del federalismo yanqui, tilda de apátridas a los reformistas, encuentra que con Porfirio Díaz hubo orden y progreso (este, por cierto, es un ideologema clarísimo), y que la Revolución fue una acción de anarquía y bandidaje. El colofón es que con o sin revolución las cosas estarían igual. Esta contra interpretación de la historia oficial[7] había ido cayendo en desuso, si bien no dejó de haber quienes la sustentan.[8]

Por su parte, Adolfo Gilly llamó y clasificó en “niveles” la multiplicidad de la historia: los de abajo (vencidos) y los de arriba (vencedores). A partir de aquí, la historia pasa a ser propiedad de quienes pueden hacer la historia, de los que ya son propietarios del conocimiento. La comunidad inferior es pura fuerza de trabajo y, como tal, no tiene historia. Mientras que la comunidad superior acumula el conocimiento, se apropia de la historia y comienza a registrarla en estelas, templos y pirámides; lo que un principio sostenía Marx y Engels en La ideología alemana: comunidad superior y comunidad inferior. Desde las pirámides mayas hasta las computadoras japonesas, desde las murallas incas hasta los muros del Pentágono, la historia incluye a unos y excluye a otros; entonces para Gilly, la historia es un discurso del poder, quienquiera que lo haga, en el cual creen quienes ejercen ese poder.[9]

Pero, ¿cuál ha sido el discurso histórico oficial que ha permitido que el Estado mexicano mantenga a las masas con cierta estabilidad e incluso aceptación de las prácticas y políticas públicas? Ya que aunque es difícil aceptarlo, existe un consenso político y popular, no necesariamente dentro de un gobierno democrático, puede tratarse, incluso, del gobierno más autoritario y, justo, por el apoyo que le dan a las masas trabajadoras.

Este discurso se funda en la memoria histórica de la Revolución mexicana. Las masas trabajadoras —dice Córdoba— creen en ese Estado; lo sienten y lo han hecho suyo sin reservas cada vez que ese mismo Estado se ha declarado en peligro y apela al consenso de las masas populares, y a decir verdad, sin ofrecer mucho a cambio. En otras palabras, el éxito del Estado mexicano radica en el hecho de rechazar toda identidad que no fuera la surgida de la revolución popular y de sus personajes, manteniéndola viva y activa para el pueblo trabajador.[10]

Actualmente, fenómenos y reivindicaciones sociales como el cardenismo, las luchas sindicales, el 68, los movimientos sociales y guerrilleros, la pluralidad política, la lucha por la democracia, el neo-zapatismo; se convierten en discursos históricos constantes para los grupos antagónicos como arma de lucha para sostener un movimiento que incomoda a los elementos ortodoxos de la historia oficial mexicana. Los partidos políticos de oposición como el PRD, reivindica —por lo menos en la retórica— el componente pueblo, con lo que subrayó la acción revolucionaria, los aspectos comunitarios frente a los individualistas. Mientras que el PAN, —sostiene Matute— ha sido cauto al no hacer suya la interpretación conservadora ortodoxa. Más bien a él le ha convenido el otro componente del ideologema: la libertad. Esto lo ha manejado sobre todo cuando el gobierno en turno ha desarrollado prácticas populistas. Creo que el PAN, que por la legislación vigente no pudo manifestarse como un partido demócrata cristiano, no pudo echar mano de su acervo ideológico real y reivindicar el catolicismo social como fundamento de su doctrina, lo cual le hubiera dado mucha claridad.[11]

La profunda escisión que divide a los grupos y la clase política y su incapacidad para imponer sus programas al conjunto de la sociedad mantienen a la nación en vilo, suspendida en la inestabilidad del presente y la incertidumbre del futuro. Es urgente, en primer lugar, llegar a un cotejo de las interpretaciones partidistas de la historia de México, ya que a partir de ellas se podría esclarecer el proyecto nacional de cada uno de los partidos políticos. De no hacerlo, la sociedad civil se los debe reclamar. Y en segundo lugar, como ciudadanos, buscar explicación científica de la realidad histórica y no mantenernos en statu quo y aceptar la información que nos vierte el Estado, que busca la manipulación y ésta se convierte en el mayor obstáculo para la convivencia pacífica. En otras palabras, la clase dominante garantiza la permanencia de la opresión sobre los individuos, gracias a nuestra desmemoria o la falsa memoria.


[1] Florescano, Enrique, La función social de la historia. FCE, México, 2012. p. 98.
[2] Ibídem, p. 99.
[3] Florescano, Enrique, “De la memoria del poder a la historia como explicación” en Historia, ¿para qué?, Siglo XXI Editores, México, 1980. p. 93.
[4] Florescano, Enrique, La función… op. cit. p. 103.
[5] Matute, Álvaro, “La historia como ideología”, en www.acadmexhistoria.org
[6] La historia oficial, por definición es la que elaboran las instituciones del Estado o sus ideólogos.
[7] La herencia de la historia oficial es grande y se manifiesta no sólo en las ceremonias escolares regidas por el calendario cívico, sino en una extensa y repetitiva nomenclatura de calles, colonias, plazas y edificios públicos que llevan nombres de personajes históricos y de fechas señeras. La historia como ideología está en todo ello.
[8] Matute, Álvaro. “La historia como ideología”, en www.acadmexhistoria.org
[9] Gilly, Adolfo, “La historia: crítica o discurso del poder”. En Historia, op. cit. p. 209 y 212.
[10] Córdoba, Arnaldo. “La historia, maestra de la política”. En Historia, op. cit. p. 141.
[11] Matute, Álvaro, “La historia como ideología”, en www.acadmexhistoria.org

OTHÓN SALAZAR