Durante siglos, la
historia ha sido utilizada como arma (estrategia) política por ciertos grupos
de poder para someter y dominar a una sociedad y descalificar a otros grupos
antagónicos; por eso no tiene por qué sorprendernos que actualmente, tanto el
Estado como la clase política dominante y sus dirigentes utilicen el discurso
histórico, por un lado, para legitimar, justificar y reivindicar sus acciones y
privilegios; y por el otro, seguir buscando la unidad y mantener a la sociedad
con la percepción de que el camino en la que los guían es la correcta.
Los recientes y muy
importantes sucesos que ocurren en nuestro entorno como consecuencia de la
dinámica que la sociedad misma exige, nos ponen a reflexionar si estas acciones
y decisiones de la clase política dominante, realmente sacarán a la nación que
la mantiene en vilo y en inestabilidad, hacia un futuro que hasta ahora los ciudadanos
lo vemos como incertidumbre o incluso con cierto grado de temor; lo cual
explica la movilización y oposición de ciertos sectores de la sociedad para
defender sus intereses ante políticas públicas que consideran nocivas y atentan
—incluso— contra la dignidad humana.
Para ello, tanto grupos o
individuos conservadores, liberales, radicales y anarquistas; manipulan, de
distinta manera la verdad histórica en interés y para exaltación de su propia
patria o autonomía política; como lo han hecho a lo largo de los años los
individuos y los pueblos que recurrían al pasado para exorcizar el paso del
tiempo sobre las creaciones humanas y para recordar los sucesos que
construyeron la identidad de la tribu, el pueblo o la nación. Los primeros
testimonios que los seres humanos dejaron a la posteridad son memorias del
poder: genealogías de los gobernantes, monumentos que magnificaban reyes, o
anales que consignaban la historia de la familia gobernante. Cumplían la doble
tarea de legitimar el poder y de imponer a las generaciones venideras el culto
ritualizado de esa memoria.[1]
Para los poderosos la
reconstrucción del pasado ha sido un instrumento de dominación, para los
oprimidos la recuperación del pasado fue la tabla afirmadora de su identidad,
la fuerza afirmativa que mantuvo vivas sus aspiraciones de independencia y
liberación. En otras palabras, la inquisición acerca del pasado antes que
científica ha sido política. En este sentido, cuando dos o más interpretaciones
del pasado chocan, se agudiza la sensibilidad de la conciencia histórica:
grupos, clases, naciones e individuos particulares intentan sustentar y
defender con mayor resolución sus raíces e intereses. Los protagonistas de esos
momentos críticos redoblan entonces la búsqueda de testimonios para fortalecer
los intereses propios y combatir los del contrario.[2] Lo
cual explica que en todo tiempo y lugar, la recuperación del pasado, antes que científica,
ha sido primordialmente política: una incorporación intencionada y selectiva
del pasado lejano e inmediato, adecuada a los intereses del presente para
juntos modelarlo y obrar sobre el porvenir.[3]
En la historiografía
mexicana, obras como la Historia antigua
de México de Clavijero, permitió que el uso del pasado dejara de ser
monopolio de un solo grupo para convertirse en presa de todos los que
disputaban el poder. A partir de este momento, se mantendrá la importancia del
pasado en la legitimación del poder.[4] Mientras
que Matute señala tajantemente que la historia es la lucha de la sociedad por
la libertad; y en la historia oficial mexicana fue formulada a partir de la
República restaurada y en México a través
de los siglos encontró su mayor expresión.[5]
Asimismo, Matute realiza
una revisión interpretativa de la concepción de la historia a través de los
siglos en México y señala que el Estado mexicano ha sido el heredero legítimo
de su larga historia, desde el hombre o mujer de Tepexpan hasta el día de ayer. Durante estos
años, se ha ido con conformando la historia oficial[6]
como creencia, más que como idea la historia mexicana. Frente a la historia oficial, de origen liberal, surgió una idea
de la historia de corte conservador y hasta reaccionario, que menosprecia la
herencia indígena, exalta al conquistador y subraya el elemento religioso como
único civilizador posible, no reniega de la independencia, pero prefiere el
moderantismo de Iturbide frente al arrojo de los insurgentes, insiste en el
fracaso de la imitación del federalismo yanqui, tilda de apátridas a los
reformistas, encuentra que con Porfirio Díaz hubo orden y progreso (este, por
cierto, es un ideologema clarísimo), y que la Revolución fue una acción de anarquía
y bandidaje. El colofón es que con o sin revolución las cosas estarían igual.
Esta contra interpretación de la historia oficial[7]
había ido cayendo en desuso, si bien no dejó de haber quienes la sustentan.[8]
Por su parte, Adolfo Gilly llamó y clasificó en
“niveles” la multiplicidad de la historia: los de abajo (vencidos) y los de
arriba (vencedores). A partir de aquí, la historia pasa a ser propiedad de
quienes pueden hacer la historia, de los que ya son propietarios del
conocimiento. La comunidad inferior
es pura fuerza de trabajo y, como tal, no tiene historia. Mientras que la comunidad superior acumula el
conocimiento, se apropia de la historia y comienza a registrarla en estelas,
templos y pirámides; lo que un principio sostenía Marx y Engels en La ideología alemana: comunidad superior
y comunidad inferior. Desde las pirámides mayas hasta las computadoras
japonesas, desde las murallas incas hasta los muros del Pentágono, la historia
incluye a unos y excluye a otros; entonces para Gilly, la historia es un
discurso del poder, quienquiera que lo haga, en el cual creen quienes ejercen
ese poder.[9]
Pero, ¿cuál ha sido el discurso histórico oficial
que ha permitido que el Estado mexicano mantenga a las masas con cierta
estabilidad e incluso aceptación de las prácticas y políticas públicas? Ya que
aunque es difícil aceptarlo, existe un consenso político y popular, no
necesariamente dentro de un gobierno democrático, puede tratarse, incluso, del
gobierno más autoritario y, justo, por el apoyo que le dan a las masas
trabajadoras.
Este discurso se funda en la memoria histórica de
la Revolución mexicana. Las masas trabajadoras —dice Córdoba— creen en ese
Estado; lo sienten y lo han hecho suyo sin reservas cada vez que ese mismo
Estado se ha declarado en peligro y apela al consenso de las masas populares, y
a decir verdad, sin ofrecer mucho a cambio. En otras palabras, el éxito del
Estado mexicano radica en el hecho de rechazar toda identidad que no fuera la
surgida de la revolución popular y de sus personajes, manteniéndola viva y
activa para el pueblo trabajador.[10]
Actualmente, fenómenos y reivindicaciones sociales
como el cardenismo, las luchas sindicales, el 68, los movimientos sociales y
guerrilleros, la pluralidad política, la lucha por la democracia, el
neo-zapatismo; se convierten en discursos históricos constantes para los grupos
antagónicos como arma de lucha para sostener un movimiento que incomoda a los
elementos ortodoxos de la historia oficial mexicana. Los partidos políticos de
oposición como el PRD, reivindica —por lo menos en la retórica— el componente pueblo,
con lo que subrayó la acción revolucionaria, los aspectos comunitarios frente a
los individualistas. Mientras que el PAN, —sostiene Matute— ha sido cauto al no
hacer suya la interpretación conservadora ortodoxa. Más bien a él le ha
convenido el otro componente del ideologema: la libertad. Esto lo ha manejado
sobre todo cuando el gobierno en turno ha desarrollado prácticas populistas.
Creo que el PAN, que por la legislación vigente no pudo manifestarse como un
partido demócrata cristiano, no pudo echar mano de su acervo ideológico real y
reivindicar el catolicismo social como fundamento de su doctrina, lo cual le hubiera
dado mucha claridad.[11]
La profunda escisión que
divide a los grupos y la clase política y su incapacidad para imponer sus
programas al conjunto de la sociedad mantienen a la nación en vilo, suspendida
en la inestabilidad del presente y la incertidumbre del futuro. Es urgente, en
primer lugar, llegar a un cotejo de las interpretaciones partidistas de la historia de
México, ya que a partir de ellas se podría esclarecer el proyecto nacional de
cada uno de los partidos políticos. De no hacerlo, la sociedad civil se los
debe reclamar. Y en segundo lugar, como ciudadanos, buscar explicación científica
de la realidad histórica y no mantenernos en statu quo y aceptar la información que nos vierte el Estado, que
busca la manipulación y ésta se convierte en el mayor obstáculo para la
convivencia pacífica. En otras palabras, la clase dominante garantiza la permanencia de la opresión sobre los
individuos, gracias a nuestra desmemoria o la falsa memoria.
[2]
Ibídem, p. 99.
[3]
Florescano, Enrique, “De la memoria del poder a la historia como explicación”
en Historia, ¿para qué?, Siglo XXI
Editores, México, 1980. p. 93.
[4]
Florescano, Enrique, La función… op. cit.
p. 103.
[5] Matute,
Álvaro, “La historia como ideología”, en www.acadmexhistoria.org
[6] La
historia oficial, por definición es la que elaboran las instituciones del
Estado o sus ideólogos.
[7] La herencia de la historia oficial es grande y se manifiesta no sólo en
las ceremonias escolares regidas por el calendario cívico, sino en una extensa
y repetitiva nomenclatura de calles, colonias, plazas y edificios públicos que
llevan nombres de personajes históricos y de fechas señeras. La historia como
ideología está en todo ello.
[8]
Matute, Álvaro. “La historia como ideología”, en www.acadmexhistoria.org
[9]
Gilly, Adolfo, “La historia: crítica o discurso del poder”. En Historia, op. cit. p. 209 y 212.
[10]
Córdoba, Arnaldo. “La historia, maestra de la política”. En Historia, op. cit. p.
141.
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