Noé Ibáñez
Martínez
El México
corrupto, el México impune, el México incapaz de hacer frente al crimen
organizado, el lado oscuro del país al que conocemos desde siempre, esa
narrativa sorprendente de violencia y narcotráfico —que pareciera solo existía
en obras literarias que en las últimas dos décadas se multiplicaron—, quedó
nuevamente reafirmada con la incrédula segunda fuga del narcotraficante más célebre
del mundo: Joaquín El Chapo Guzmán.
Y es que el pasado
sábado, poco después de las 23:00 horas, los rumores comenzaron a circular por
las redes sociales: El Chapo se había
fugado del penal de máxima seguridad de El Altiplano.
El hecho no alarmó
a los mexicanos, es más, muchos ya lo esperábamos. Pero lo más grave no es que El Chapo haya recobrado su libertad, sino el grado de corrupción al que hemos llegado. No
importa cuántas veces lo atrapen, mientras el círculo vicioso esté dentro de
las instituciones, el esfuerzo será en vano.
Es cierto, no es
la primera vez que Joaquín Guzmán Loera escape de las autoridades. Cuando fue
aprehendido en 1993 en Guatemala, fue encarcelado en el penal de Almoloya de
Juárez, actualmente conocido como El Altiplano, Estado de México. Tras un
intento de fuga, las autoridades lo trasladaron al penal de alta seguridad de Puente
Grande, Jalisco en 1995, donde finalmente el 19 de enero de 2001 escapó, en lo
que muchos expertos definieron como la fuga perfecta y, otros, la huida más
espectacular.
Prófugo por 13
años, El Chapo se mantuvo oculto de
las autoridades a través de túneles. Sólo en Baja California, Sonora y
Chihuahua la agencia antidroga de Estados Unidos (DEA) atribuye a su
organización un centenar de narcogalerías para burlar los controles
fronterizos.
Esta pericia, que
la ha valido el apelativo del Señor de los Túneles, es bien conocido el
gobierno mexicano. En febrero de 2014, El
Chapo logró zafarse de su captura en Culiacán, Sinaloa, al huir por un
sofisticado pasadizo instalado en su casa de seguridad. Mientras los elementos de
la Marina intentaban frenéticamente derribar la puerta de blindaje hidráulico,
Guzmán Loera accionó un resorte que levantó la bañera y se escabulló por un
corredor metálico que desembocaba en las alcantarillas. Siete casas suyas en
Culiacán estaban conectadas por esta red subterránea.
Con estos
antecedentes, no era sorprendente que intentara fugarse de El Altiplano por un
túnel. Es una posibilidad de manual. Incluso, documentos del gobierno de
Estados Unidos muestran que la DEA tenía información de inteligencia sobre al
menos dos intentos para ayudar al capo a escapar de la prisión. Los primeros informes
sobre planes de fuga se dieron en marzo de 2014 que involucró el uso de
amenazas y sobornos a funcionarios de la prisión, un mes después de que fue capturado
en Mazatlán, Sinaloa; y en julio de ese mismo año, la misma investigación
reveló que uno de los hijos de El Chapo
había enviado un equipo de abogados y personal de contrainteligencia militar
para diseñar un plan de escape, el cual finalmente ocurrió el pasado sábado con
la complicidad seguramente de varios funcionarios del penal.
Sin embargo, este
inevitable deterioro del país no es culpa de una sola persona, es resultado de
años de mentir, de ocultar, de tapar, de solapar, de corromperse, quienes obsesionados
y cegados por su ambición desmedida, perpetúen la ilegalidad y se coludan con
los criminales construyendo cárceles con puertas giratorias en donde el poder y
el dinero son el pase de salida.
Donde simulan
resolver los problemas cuando no se atreven a atacar las causas, a asumir los
costos. Donde crímenes como Ayotzinapa y Tlatlaya nunca se esclarezcan, que el
silencio termine enterrando ese anhelo de justicia de quienes una y otra vez no
tienen voz para defenderse.
Esta tragicomedia
mexicana es, por una parte, la de un país sumido en una profunda crisis
política y de seguridad nacional y cuyos responsables son los mismos políticos,
y por otra parte, se dan casos como la segunda fuga de El Chapo que terminan siendo un fiasco para un Estado fallido.
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